La llamada
20 - 12 - 24
La
Llamada
Leila
Guerriero
Argentina,
Anagrama, 430 págs.
2024
(8va. ed., abril, 2024)
Cuidamos cada palabra cuando nos explayamos
sobre los sobrevivientes de los Centros Clandestinos de Detención (CCD). Evitamos
indagar en los motivos de la supervivencia de secuestrados sin opciones. La
línea a seguir es reconocer el valor esencial de sus denuncias. De la moral, del
pudor, una sobreviviente de la ESMA insta a no olvidar que las vejaciones que
sufrieron los secuestrados apuntaron a destruir su humanidad; no solo la de
ellos sino del entorno familiar, de amigos y allegados. La sobreviviente
insiste en considerar que esas personas arrasadas probablemente tengan – o habrán
tenido después – hijos que no necesitan, si no lo desean, conocer las mortificaciones
a que se sometió a sus padres. Que el interlocutor se conforme con lo que los salvados
quieran decir. Que pregunte lo indispensable. Estos fragmentos que oscilan entre
el sentido y la cautela ojalá no violenten lo que la sobreviviente aconseja.
***
Por lo que declara se entiende que la jerarquía de
Labayru en Montoneros era baja. No debía manejar otra información que la de su
ámbito. Dentro del campo y con enormes limitaciones – la más común: morir –
logró junto a otros seleccionados por los represores contar con prerrogativas.
Cuenta que su cautiverio no fue siempre así. Hoy se comprende el suplicio que padecieron
ella y otros, y existe el consenso de no solicitar aclaraciones. Necio es ignorar
que si no fuera por estos exprisioneros se sabría mucho menos de los CCD.
Labayru intima que podría haber entregado a su familia (348), que su primer
marido no cayó gracias a ella (204), que no entregó a nadie porque no la
torturaron lo suficiente (125). Entre sus dispensas cuenta que le permitieron
avisar a sus suegros que previniesen a su hija (la cuñada de Labayru, Cristina
Lennie) de asistir a una cita envenenada. Los padres no
lograron comunicarse y ante la inminencia de la caída, Labayru persuadió al
horrible Astiz a que formara parte del secuestro para evitar que Lennie
mordiera la pastilla de cianuro, cosa que el marino, por gracia o desgracia, no
evitó (157).
***
En ocasiones se dispersa un poco el interés
en la lectura, así como en momentos, incomoda. Porque lo que interesa de la
historia de Labayru es la ilusión de hallar lo que no se sabe. Es cierto que
nunca habrá una versión definitiva de la vida en los CCD. Sin embargo, los
lectores cautivos de este tipo de obras persisten en la búsqueda. Los
entretelones de lo que pasó cuando esta testimoniante estuvo en la ESMA suman
información sobre la médula de la dictadura desaparecedora. Es importantísimo, por
más incomodidad que cause, que Labayru denuncie cómo forzaron a los capturados
a colaborar para que los marinos luego secuestraran, atormentaran y desaparecieran
a sus compañeros. Lo demás no está en este libro ni en otros. Una audiencia
específica sigue lo que se publique, diga, escriba o reflexione sobre estos
años. No encontrar aquí lo que se busca no es problema del libro, la autora o
Labayru. La llamada es instructivo y conmovedor tanto para
observadores como para estudiosos del tema.
***
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Hay recursos de escritura que destemplan la
cadencia del relato. La autora intercala una iteración que empieza así: ”… nos
dedicamos a reconstruir las cosas que pasaron, y las cosas que tuvieron que
pasar para que esas cosas pasaran, y las cosas que dejaron de pasar porque
pasaron esas cosas…”. Para el deleite o la contrariedad del lector lo hace con
alguna frecuencia tal vez para inyectar al relato un toque poético, que
encontramos prescindible. Otras veces se desliza hacia el propio perfil y el proceso
de escritura. Guerriero domina la situación. Debe haber supuesto que su obra sería
atractiva; intuido que el proyecto tendría gancho, despertaría curiosidad y atraparía
al receptor. Acertó:
acaba ser distinguida con el Premio Zenda de Narrativa 2023 – 2024 y
se acumulan entusiasmos y espaldarazos como el
de un podcast de libros de El País en
que el escritor colombiano Juan
Gabriel Vásquez recomienda calurosamente La
llamada. El olfato de Guerriero se puso de manifiesto, antes, en un volumen de
varios autores que ella coordinó, Los
malos (2016), que tuvimos el placer de comentar.
***
Este libro no solo es sobre Labayru sino sobre su
entorno, el que hizo caso omiso de los cuestionamientos del otro entorno –
exiliados, familiares y militantes de derechos humanos y de organizaciones
políticas – que la acusaba de traición, más que nada, por el documentado
acompañamiento a Astiz para espiar a las Madres, que derivó en el secuestro y
desaparición de 12 personas (el
caso de la iglesia de Santa Cruz). Guerriero, en conversación
con Clemente Cancela, dice entender que familiares de
desaparecidos y exiliados sintiesen hostilidad hacia los que reaparecían: “…es
humano…”. Pero los familiares y exiliados no eran los únicos que maliciaban
deslealtad. Los que perseveraban en las organizaciones armadas todavía se pensaban
en guerra y actuaban en ese sentido; los militares, pese a haberlos vencido,
los continuaban hostigando donde fuera que estuviesen; además, ejercían control
sobre los reaparecidos luego de liberarlos (252). Es tan inicuo como entendible
que se recelase de los que emergían del infierno del CCD. El entorno de Labayru
que la contuvo lo formaba un grupo de exprisioneros y exmilitantes, en su
momento simpatizantes de la lucha armada, procedentes de la pequeña y mediana
burguesía como gran parte de los jóvenes que se acercaban a la guerrilla. Los
testimoniantes sobrevivientes reclaman que vivir lo deben al azar.
***
Hay pautas que señalan que Labayru no dice
todo lo que sabe, lo que inopinadamente acicatea la curiosidad del lector. Pero
hay asuntos que para qué saber; mejor que permanezcan no dichos. Que el
chismoseo, el morbo se reserve a otras lecturas. El elocuente Martín Gras se
niega a dar testimonio sobre Labayru. Guerriero se lo menciona a su protagonista
que alega que la renuencia de Gras es porque no quiere que se despache con lo
que sabe de él (418), lo cual huele a una advertencia rara, que contrasta con
la generosa y conocida conducta pública de Gras. Con algo, de todos modos, se
despacha ya que hace revelaciones no conocidas sobre el exdirigente montonero. En
una
nota que Silvina Friera le hizo a Guerriero, la
periodista de Página 12 indica textual el principismo
de Gras: “…no habla de las víctimas sino de los verdugos”.
***
El estilo de Guerriero se pone a la altura de sus
entrevistados. Detalla cómo se viste su protagonista, cuenta de sus
pertenencias y las de sus conocidos, abundantes y finas. A veces la
circunspección estereotipada de los setenta combativos contrapuntea con la holgada
actualidad de los que hablan para el libro, con sus indumentarias, sus autos,
los viajes que emprenden y los restaurantes donde meriendan o cenan, su
condición de nuevos o viejos chetos. Jorge
Fontevecchia pregunta a Labayru si siente culpa de estar viva y ella
no duda – no como otros – en responder “nunca”. Como diría Primo Levi,
haber padecido sufrimientos no convierte a nadie en virtuoso retroactivamente,
y menos a posteriori. La imagen de Labayru en el libro no se pretende virtuosa
ni, por supuesto, maligna. Las trivialidades mencionadas – que solo las percibirían
acartonados setentistas – alivianan la seriedad del tema. Qué esperar; la
autora tampoco va a extenderse sobre trillados sacrificios y carencias, honras marciales
y anacrónicas, aventuras juveniles o las rigideces monásticas de los militantes
conocidas por todos.
***
Como pasa de vez en cuando, el reseñador
siente cierta aprensión (por no decir antipatía) por la protagonista del libro –
por su arrogancia y por el desdén con que alude a varios de sus antiguos compañeros.
Más peliagudo es que esta aprensión se extienda a la autora y a alguno que otro
testimoniante (por si hace falta esclarecerlo, lo último es
más elogio que desaprobación). Guerriero reitera cuando le preguntan que no
es especialista y por lo tanto no se siente compelida a emitir opinión sobre la
ética setentista. El
hablantino y confianzudo primer marido de Labayru,
crítico de su pasado montonero, asigna responsabilidad por las enormidades de
la violencia al grupo armado al que pertenecía, aunque menos que a los cuerpos
represivos (91). Se instala la impresión de que el hombre piensa que los
insurgentes fueron la chispa que incendió el bosque. Quién sabe. De una vez habrá
llegado la hora de observar la época bajo otra luz; que los setentistas más
reacios asuman lo que les corresponde, que se dispongan a debatir. Pero aun con
los desatinos actuados en nombre de la revolución, la lealtad de veteranos
militantes (sospecho) se mantiene con los que sufrieron la represión; con los
que secuestraron, torturaron y desaparecieron no se concede, como el poeta, “ni
el flaco perdón de dios”.
***
Produce desazón presuponer que – a más del azar que reclaman
los sobrevivientes – Labayru se haya salvado no por cualquier cosa sino por un
criterio de clase (Caparros dixit, 239) o por el concepto de belleza occidental
y cristiano de los pinches represores. O, como otros sobrevivientes, porque
tenían parientes milicos (los interrogantes previos también intrigan a Guerriero
[154]); u otros contactos pertinentes cerca del poder, como los del director de
Garage
Olimpo (1999) y autor de La
soledad del subversivo (2023), Marco Bechis
(su padre pertenecía al círculo de Franco
Macri). Para ser ecuánimes sabemos de seres queridos de familias
patricias con contactos y pertenencias abundantes que, así y todo, corrieron la
peor suerte. Hubo muchas familias que además de pobres y aisladas no tenían contactos
y por supuesto, nada que ofrecer. De sus familiares no obtuvieron ni huellas.
***
La cubierta del libro muestra una foto de
Labayru cuando era muy joven. Los melancólicos podrían asociar el ojo que se ve,
seductor en su ingenuidad, a una Claudia
Sánchez, la que hacía la propaganda de los cigarrillos
LM;
o mejor, a la joven y fulgurante compañera Chunchuna
Villafañe. La tapa actúa en consonancia con las secciones
livianas del pasado y la actualidad de Labayru, sus perros, propiedades y
amigos establecidos, cuestiones del corazón y psicología verde de dudoso calado.
Alguno se tentaría en comparar su sobrevida con la de la ficcional Rose (Kate Winslet)
del film Titanic (1997)luego
del naufragio: esa seguidilla de escenas que vuelan en las instancias finales
de la película y que resumen los logros pasada la hecatombe. La cara de Guerriero
en la solapa principal muestra a una persona altiva, por decir lo menos. Una profesional
que sabe lo que quiere y a quien nadie va a fastidiar así nomás. Ojazos oscuros
que compiten con un flor de anillo que muestra a la cámara mientras se rasca el
cuello. Anagrama, su
fotógrafa y la autora cuidan la imagen. La impresión que provocan estas fotos se
equipara – ninguna transgresión aquí – a la levedad de unas cuantas páginas de
este libro, que perturba tanto como ilumina.
HD
hugodemarinis@guardaconellibro.com
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