El amor por la escritura y la palabra
Gonzalianas
Horacio González
(Comp. Mariano Molina)
Buenos Aires, Colihue,
361 págs.
2021
Cómo se aprende
cuando leemos cualquier libro en el que esté involucrado Horacio González. Para
los que recuerdan su voz – para quienes todavía escuchan sus palabras, como la despedida de la Biblioteca Nacional – se trata de un expositor exquisito
que casi habla como escribe. Un estilo escriturario florido y complicado que parece
alterar significados de conceptos y términos que uno asume se usan de otra
manera y con los que es un placer engancharse y disfrutarlos.
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Las “gonzalianas”
– amables conversaciones compiladas con amigos, algunos jóvenes con inquietudes
semejantes a las de González – son más ligeras que otros textos y discursos, nunca
circunspectos del todo aunque sí más formales. Asoman aquí episodios mundanos y laterales a los grandes
acontecimientos con los que las audiencias habituales del autor pueden no tener
la familiaridad de muchas de sus amistades más cercanas. Pero incluso en los
deslices de las charlas que rozan mundanidades de gente con la que trató, prevalece
la mesura y corrección. Quién sabe si esto ocurre por la espontaneidad de las
conversaciones tales como fueron o por la meticulosa mano del compilador. Comenta
González, de todos modos, que la corrección en habla y escritura se debe a que así
le enseñaron, así aprendió y ya no quiso deshacerse de ella.
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Entre las
glosas sobre personas que frecuentó se encuentran unas cuantas que son curiosas.
Situaciones poco conocidas – los “episodios mundanos y laterales” no pocas
veces son atractivos – de Ricardo Piglia, David Viñas y León Rozitchner que además
de alumbrar rasgos insospechados de sus venturas y zozobras dibujan una visión
descarnada del cotidiano en el final de sus existencias contrapunteada con el lustre
intangible de sus famas.
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En el
diálogo con Ezequiel Grimson y Cecilia Calandria, “Peripecias en Trapalanda”
(67 – 92), se revela que Cristina Fernández utilizó “una que otra mala
palabra” – no dice cuál – cuando la llamada recriminatoria por el incidente Vargas Llosa. Debo admitir que me dio una
bronca supina que no le haya tirado la renuncia ahí mismo. González dice que mantuvo
el honor en la carta – aclaratoria de no-censura a Varguitas – que le pidió la
expresidenta. Menos mal que no renunció porque se hubiera perdido quien llevó a
cabo – creo – la gestión más productiva y aperturista, a más de imaginativa y
entrañable, de director de la Biblioteca Nacional.
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No por
primera vez aunque tampoco con frecuencia se percibe un González molesto cuando
habla de cosas de Macri – (quién no): “Es un hombre imposible.
¿Cómo se puede ser tan banal, tan estúpido y tan injusto también?”
[60]. En la volteada cae también Alberto Manguel, el que lo sucedió como
director y quien se mandó a mudar porque no deseaba vivir en una ciudad que
tuviera una estación de subte llamada Juan Manuel de Rosas: “Y sí, todos
los libros de él son vanidosos. La historia de sus lecturas (…) No hay ningún
afán interpretativo importante. Hay una colección de frases que se podrían
decir en un salón literario, con señoras consumidoras de best sellers”
(76).
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Mucho dan
para explayarse los interlocutores de estas pláticas, jóvenes maduros y
veteranos juveniles pródigos en sabidurías interesantes. Es como para pasarse
la vida en el debate y en la condición de alumno. A Diego Tatián, Javier Trímboli,
Eduardo Rinesi, Diego Sztulwark, María Pia López y el recientemente fallecido
Guillermo Wierzba los he leído con sumo interés. A los más jóvenes vale la pena
buscarlos y trenzarse con ellos en sus elucubraciones. A algunos les endilgué
pertenencia a una “tribu gonzaliana” (con buena onda). Me quejaba de sus
altruistas recomendaciones bibliográficas.
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Encontré el
apartado con Christian Ferrer – “La voluntad de estar vivo” (243 – 266) – como
uno de los más punzantes. Ferrer porta un pesimismo revivificador, con una
memoria como la de Funes y un nivel de conocimiento de similar envergadura al
de González.
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En la charla
con Sztulwark – “Testimoniales. Memorias del subdesarrollo” (169 – 195) – abordan
a otro gran intelectual que no se debe olvidar, León Rozitchner. Apartado
apasionante que ayuda a acercarse a la comprensión del aporte de este importante
filósofo argentino, gran impaciente y tan pendenciero como amador.
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Los diálogos
se pueden leer solitos, olvidarse por un tiempo, meterse en otros menesteres y
volver al libro más adelante, pronto o no. Si te sentís voraz, mandate la
totalidad de corrido. El que quiera perseguirá coordenadas de nombres, temas y
objetos y se instalará en el apartado, por un tiempo sin mediciones. Todos
valen la pena y todos, por las señales que emiten, invitan a transcurrir el
largo de una vida en lecturas. Por ahí escribí que para plantarse con alma y
vida con los libros de Horacio González se precisarían un montón de años, unos 100. Tal vez más. El compilador Molina
nos lo advierte nomás en la mera presentación:
…En estos diálogos seguramente van a encontrar al Horacio
escritor de textos fabulosos y ese lenguaje barroco asumido e identitario a
pesar de repetidas y casi siempre pobres críticas. Porque si cada historia
tiene sus reversos ocultos, si cada palabra contiene en sus pliegues
complejidades heredadas, el amor por la escritura y la
palabra no pueden traducirse en un lenguaje achatado en nombre de mensajes
simples porque lo exige la época o las urgencias siempre coyunturales (13)
HD
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