kl


 Kl

Nikolaus Wachsmann
Nueva York, Farrar, Straus, and Giroux, 865 págs.
2015

Hay edición en castellano:

Kl
Nikolaus Wachsmann

Traducción: Cecilia Belza y David León
España, Crítica, 1136 págs.
2016

 

18 – 12 – 22  

El acrónimo Kl tiene una carga sonora más punzante que la k sola, pero menor que la palabra compuesta en alemán, konzentratioslager (campo[s] de concentración). Nikolaus Wachsmann eligió Kl como título de esta obra monumental que refiere las brutalidades inenarrables – y sin embargo se narran – que los nazis infligieron a sus semejantes en momentos históricos en que se desencadenaron fanatismos y se esparcieron por naciones impensables como la aventajada Alemania.

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“Una de las mayores naciones civilizadas del mundo, la capital de la música de todos los tiempos acaba de asesinar a once millones de seres humanos con el sistema metódico, perfecto, de una industria de Estado. El mundo entero mira la montaña, la masa de muerte dada por la criatura de Dios a su prójimo”. (Marguerite Duras, “El dolor”, 1985, trad. Clara Janés)

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La adhesión a las propuestas de odio y los fanatismos de la actualidad, por más que disimulemos o descreamos, remiten a los inicios históricos del fascismo y el nazismo. Aunque duela el alma vale la pena acercarse a este libro como un alerta, quién sabe si útil, para sopesar lo que nos pasa o para preparase a enfrentar un futuro catastrófico, incierto pero posible.

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Siegbert Fraenkel era un hombre saludable de 57 años, de modales refinados que vendía libros y objetos de arte y daba clases a los otros internos devolviéndoles un poco de la dignidad humana que les arrebataron en el lager. Los nazis, sus médicos, no veían la utilidad de su oficio y lo designaron al programa de eutanasia. Fraenkel y su eutanasia equivaldrían hoy a la proyección radical de la derecha extrema sobre la inutilidad del arte – ojo con esto – noción por la que siempre se rasgaron vestiduras artistas, críticos de arte, profesores de literatura, consumidores culturales y semejantes. Que no le pidieran al arte lo que no tuviera que ver con el arte, proclaman / proclamaban los artistas. Los ideólogos de la eutanasia, en cambio, lo juzgaron improductivo – una enfermedad debilitadora – y liquidaron a sus mediadores. Sin embargo, al conjuro de un malditismo incoherente se robaron las obras artísticas más valiosas y exquisitas de los lugares que invadieron (242).

 

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Causa temor que la investigación de Wachsmann no vaya a conmover al que lee. Se sabe mucho sobre los crímenes nazis y subsiguientes. El cotidiano muestra que se han desarrollado epidermis emocionales que llevan a que los contemporáneos se vuelvan indiferentes a hechos pavorosos, narrados o filmados. Es un desafío – quizá un deber del lector activo – no dejar pasar nada de las más de 800 páginas de esta obra no ya sin la consabida profunda reflexión sino sin que se desgarre el alma.

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Turban las continuas menciones de hacinamientos, letrinas mugrientas conducentes a la propagación de enfermedades contagiosas y letales, y heces esparcidas por el piso de las barracas de los prisioneros. En circunstancias extraordinarias hay que cuidar las palabras no solo por su capacidad de actuar sino porque en el relato, “horrible”, “horripilante”, “espantoso”, “indecible”, “repulsivo”, “monstruoso” y semejantes pierden el vigor que enuncian. Las muertes llanas, en cambio, se las nota más por el lado displicente de la estadística.

(Me pregunto si con lo que acabo de escribir no habré rebasado los límites morales que les recriminé en reseñas recientes a novelas de Jorge Asís y María Moreno, que no tienen nada que ver con este libro. Que esté mostrando mi verdadera hilacha me inquieta.

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Si de alguna manera se comparan los crímenes del nacionalsocialismo con el genocidio argentino se constata que los de la dictadura los nazis los habían multiplicado por millones no solo en números sino – ojo de nuevo con el lenguaje – en crueldades. No vamos a subestimar la tragedia argentina ya que sus perpetradores se instruyeron de nazis, militares franceses y de la Escuela de las Américas de los suplicios que se les puede infligir a prisioneros indefensos. Las cantidades de matanzas nazis producen escalofríos y una y mil veces retorna el asombro eterno de cómo es que existieron quienes planificaron y llevaron a cabo semejante hecatombe y que haya habido quienes aprendieron de ellos y los imitaran.

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KL no es primicia ni lo más original que se haya escrito sobre el tema. Ni siquiera el número de páginas es novedoso. Para los especialistas constituye una valiosa referencia y para los que recién se adentran en este campo un sólido trabajo de inmersión. Resulta distintivo el punto de vista de Wachsmann sobre la catástrofe de las décadas del 30 y 40 del siglo XX. Presente porque la voz de este texto refleja una generación con sensibilidad diferente frente a las mismas atrocidades que ya investigaron otros. En el prólogo encontré lo que para mí fue una sorpresa: la mayoría de los seis millones de judíos asesinados durante el Holocausto no murieron en los Kl sino en otros lugares y que, salvo por unas semanas en 1938 – pese a la magnitud de la destrucción – no constituyeron la mayor parte de los prisioneros registrados (15).

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Lo había afirmado Daniel Goldhagen en Hitler's Willing Executioners (1997) y Wachsmann lo insinúa en Kl que el incremento de judíos masacrados durante el transcurso del nazismo desde 1933 a 1945 se debió a la participación de cuadros inferiores de las tropas germanas SS (234). Goldhagen sostiene que el aporte de ciudadanos voluntarios, gente común que se puso a matar, fue esencial para la consumación del Holocausto.

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Difícil de asumir y mortificador para cualquier miembro de la especie es el detalle perverso de la violencia contra niños.

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Resultan penosos asimismo apercibirse de los conflictos entre prisioneros causados por las carencias a las que los sometían que los llevaban al colmo de matarse entre ellos por mendrugos. Las jerarquías entre los internos, las peleas, por lo arbitrarias y absurdas que hayan sido revela la hondura de las heridas que los nazis asestaron a la dignidad humana; los perpetradores convirtieron el campo en la inversión absoluta de la moralidad convencional (subapartado “Hierarchies”, 519 – 521).


El caso de algunos kapos es problemático porque asumieron rasgos de los feroces guardianes (Apartado “Kapos”, 512 – 527). Wachsmann ayuda a no confundir las responsabilidades de los kapos con las de los verdaderos ejecutores. Esto último, un considerable número de sobrevivientes no lo aceptó porque padeció en carne propia las maldades de los kapos. A otros observadores tampoco les pareció justo ya que no todos lo kapos cometieron atrocidades. El autor adhiere a que el que entró como víctima-prisionero al campo, salió como víctima-prisionero, sin que pese el grado de colaboración con el opresor. Es necesario recordar que los que cometieron violencias contra sus compañeros fueron obligados a llevarlas a cabo.

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Antes había leído en El caso Chomicki (Rosario, 2015). Este libro discurre con muy diversas opiniones sobre quebrantamientos, torturas y delaciones entre los prisioneros que pasaron por un Centro Clandestino de Detención en Argentina (CCD). A Chomicki, presunto delator y colaboracionista, se lo llevó a juicio – a instancias de varios de sus compañeros de padecimiento en los CCD – pero lo absolvieron. En cambio, una vez terminada la Segunda Guerra Mundial a muchos kapos la justicia aliada los condenó a la pena capital.

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La detención de Chomicki, miembro de una organización insurgente no fue igual a la de los kapos que entraron al KL por su raza, identidad sexual, como prisioneros de guerra o por delincuencia común. Según el precepto de que el que entró como víctima-prisionero al campo, salió como víctima-prisionero, no se podría aplicar a ningún kapo la misma vara que a los opresores. En ambas realidades, con sus enormes diferencias, los prisioneros fueron coaccionados a cometer aberraciones que salvo casos puntuales no eligieron ejecutar. A los kapos se los obligó a colaborar, hayan sido judíos, gitanos, disidentes políticos (comunistas, socialistas, anarquistas, socialdemócratas) homosexuales, prisioneros de guerra o delincuentes comunes. 

 

El perpetrador comandante SS de Auschwitz, Ravensbrück y Sachsenhausen, Rudolph Höss (1901 – 1947) – no confundirlo con Rudolf Hess (1894 – 1987) – odiaba a los gitanos porque creía que lo quisieron secuestrar cuando era niño (236).

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Una observación: el esfuerzo del autor por abarcar la mayoría de los matices que ocurrían en los lagers no se condice con su meditación sobre el vínculo de los campos nazis con los soviéticos. No hay que minimizar los crímenes estalinistas pero tampoco aceptar a ojos cerrados la propaganda antisoviética de occidente, por no decir la de la CIA y sus adláteres ni tampoco el efecto subliminal que causa esta propaganda en sectores sociales no reaccionarios que se suponen informados como el de periodistas, maestros y profesores, profesionales y otros intelectuales.

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Cuando tropiezo con denuncias del terror soviético sospecho que es propaganda anticomunista. De cualquier modo investigadores serios reconocen que el terror nazi fue peor que el soviético. Wachsmann trae a colación el caso de Margarete Buber-Neumann (1901 - 1989), presa de Hitler y de Stalin. Su marido, Heinz Neumann (1902 – 1937) fue ejecutado en la U.R.S.S en 1937 (226). Me siento incómodo porque no puedo establecer cuánto de verdad hay en esto o toda la verdad sobre esto. Seguiré averiguando.

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En cualquier caso, Wachsmann no concede espacio y juicio a los perpetradores aliados, que también los hubo, como los bombardeos a ciudades alemanas que solo apenas se han discutido, como se puede apreciar en este video. Tampoco menciona los campos de detención de Estados Unidos fuera de su territorio en países de institucionalidad dudosa con los que la gran potencia norteamericana se lleva lo más bien, sin que le importen los derechos humanos o el autoritarismo de sus gobiernos. Estas omisiones revelan un sesgo ideológico que compromete la obra por lo menos en el matiz con el que Wachsmann juzga a los países donde gobernaba el socialismo real. Pese a sus aclaraciones iniciales de que los Kl nazis no se inspiraron en el Gulag, al final el autor pierde ecuanimidad, mal endémico a los círculos eruditos occidentales (620, entre otras).

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Otro asunto que llama la atención al promediar el trabajo es que el autor hace preguntas no para que el lector indague, sino para contestarlas él mismo. Antes mencionamos cómo Wachsmann sostiene que a los kapos no se los debiera haber juzgado: no pregunta, responde. Lo mismo sucede con la responsabilidad de la sociedad alemana en la consumación de atrocidades. Él opina, a diferencia de Goldhagen, que es dudoso (625), es decir, responde y deja al lector solo la posibilidad de discrepar. No hay nada malo con esto. Al contrario, como típico profesor, guía a quien lee por el camino moral que le parece.

HD

hugodemarinis@guardaconellibro.com

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