“La pregunta es dónde está Alicia. Nos falta Alicia” *
Looking for Alicia
Marc Raboy
Canadá, House of Anansi, 310 págs.
2022
25 – 10 – 22
Libro abocado a asuntos argentinos en torno a los años setenta que logra el objetivo de divulgar para un público amplio las atrocidades de la historia argentina cometidas por militares sanguinarios durante la última dictadura. Marc Raboy describe con desenvoltura la cultura prevalente en aquellos tiempos violentos sin descaminarse en estereotipos frecuentados por otros divulgadores ni extraviarse en disquisiciones académicas faltas de sabor y color.
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El autor indaga sobre una desaparecida de quien cree ser pariente – una suerte de primo – que comparte apellido y generación. El sujeto de búsqueda, la desaparecida, es la periodista del emblemático Noticias, Alicia Cora Raboy, pareja del poeta Francisco Paco Urondo (1930 – 1976). El 17 de junio de 1976 Alicia y Paco se desplazaban en automóvil por la ciudad de Mendoza con su hija Ángela de once meses y otra compañera cuando fueron interceptados por una patota de represores que tras una persecución espectacular los alcanzó, asesinó a Urondo y secuestró y desapareció a Alicia y a la beba. La patota dispuso de Ángela transitoriamente hasta que fue recuperada por familiares para iniciar poco después nuevas ordalías: “Me devolvieron pero seguí perdida” (¿Quién te creés que sos?, 193). La otra compañera de modo no menos espectacular que la persecución automovilística logró escapar y sobrevivió la dictadura. De Alicia, así como de la gran mayoría de los desaparecidos en la provincia de Mendoza, no se supo nada más.
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Resulta curioso el lugar desde donde hablan los comentarios de Raboy al cotejarse los años de formación de Alicia y los de él, en Argentina y Canadá respectivamente. En el plano ideológico se percibe una situada simpatía del autor por la “democracia liberal” en contraste con la mirada cuando menos escéptica – y también situada – de Alicia y su generación hacia lo que en sus tiempos se llamaba “democracia burguesa”. Raboy interpreta incluso que Rodolfo Walsh cuando la juventud bregaba por el “luche y vuelve”, aunque nunca hubiera recurrido a la noción “democracia liberal” para referirse al mundo al que aspiraba, en realidad coincidía – sin que Walsh lo reconociera – con esa forma de gobierno tan desprestigiada en los setenta latinoamericanos. El autor entiende que Walsh, en su condición de militante veterano e ilustrado, urgía a sus compañeros menos maduros a luchar por el establecimiento de un gobierno democrático, con un sistema judicial estable, un congreso que funcionara, libertad de prensa y elecciones abiertas y sin proscripciones. Según Raboy estos atributos pertenecen a la “democracia liberal” (98).
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Algo más peliagudo que lo anterior se refiere al contexto político de la desaparición de Alicia y en particular el papel de la dirigencia montonera. Se distingue en el texto una animadversión manifiesta hacia ese liderazgo. Es una tirria compartida también por estudiosos y porciones del campo popular que a mi juicio no resulta demasiado diferente de las opiniones de los enemigos de derecha de la guerrilla peronista. La cuestión sigue vigente; no está saldada ni lo estará. Pero presumo que en la medida que pasa el tiempo cada vez importa menos, salvo quizá el interés en militantes longevos y en algún proyecto universitario. Raboy, a mi modo de ver, hace una síntesis adecuada de la teoría de los dos demonios. Sin embargo, la inquina a la dirigencia montonera me parece desmesurada.
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Escribí en el primer párrafo que había desenvoltura para el acercamiento a temáticas argentinas que no resultan fáciles de lograr. Me llamó la atención lo ancho del conocimiento del autor en hábitos del país tanto en el material que investigó como en la interacción con los testigos. Por ejemplo el uso de la palabra “orga”, no como si la emitiera un paisano nacido en otra parte sino como la significaría cualquier connacional. Es un encanto la traducción de las estrofas montoneras de la marcha peronista tomadas del Soldados de Perón (1982) de Richard Gillespie y colocadas como epígrafe del capítulo 8. (Si las leí en el trabajo de Gillespie, no recuerdo. Esta vez no resistí la tentación de cantarlas en inglés primero solito por el largo de mi casa y luego corearlas compartidas con un grupo de amigos latinoamericanos en una fiesta, ante la mirada más divertida que asombrada de los invitados anglos).
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En el capítulo 20 – “En el infierno” que en este caso queda en Mendoza – Raboy va culminando el periplo de su búsqueda con una visita al lugar donde Alicia habría sido conducida luego de su secuestro, el siniestro ex D2, hoy rebautizado Espacio para la Memoria y los Derechos Humanos ex D2. Esta búsqueda, como la mayoría de los casos de desapariciones forzadas en la provincia, no arroja resultados concretos. Los triunfos se dan en los juicios y condenas a perpetradores, en la recuperación de nietos y memoria, en la rehabilitación para fines nobles de sitios que fungieron como centros clandestinos de detención, entre otros.
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No creo ser muy original si imagino que la búsqueda del autor va más allá del martirio de Alicia. Veo una pesquisa sobre sí que comienza con una empatía lejana y la visión de una realidad otra con la que confronta, se esfuerza en mostrar, en aprehender y de la que por supuesto no se priva de opinar. En la visita de Raboy a Mendoza los halagos a las bellezas naturales de sus montañas o a la pulcritud de la ciudad escasean. Más bien es relatada como cualquier otro pequeño y pobre pueblo latinoamericano, bonito en apariencia pero aquejado por la violencia callejera, el crimen berreta y el miedo a ser robado. Le sorprenden las rejas de hierro en puertas y ventanas de los barrios que recorre (215). Es que no ha venido a pasear por bodegas ni a catar vinos sino a escrutar un lugar de producción de muerte. Le dicen que se cuide porque Mendoza es una loba dentuda disfrazada con piel de cordero. Salvan el día y la escasez de elogios quienes reciben y atienden a Raboy con deferencia de compañeros – voluntarios, militantes, letrados y funcionarios que asisten y perseveran en los organismos de derechos humanos. Entre estas bellas personas fulguran los nombres de los queridos Betty García y César Boggia.
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(Emociona toparse con los nombres de la Betty y el César en un libro escrito en inglés. Raboy presenta al César como un voluntario de cabellos blancos que se desliza sereno por el predio en cómodo calzado mientras cuenta a los chicos de una escuela secundaria la historia que los milicos quisieron esconder y no pudieron del ex D2. En la recorrida estudiantil, a la que se suman el autor y su acompañante, informa casualmente que parientes de Cora Raboy se encuentran en el lugar para reconstruir su historia, que no es conocida (216 – 17). Mientras leo estas líneas vuelvo a principios de los setenta para verlo caer como si nada a una reunión de otro grupo de estudiantes secundarios para explicar los primores del peronismo. Muchos años después, en el nuevo siglo, el César mantenía asistencia perfecta en las juntadas que organizaba en su casa del Barrio Cementista la incansable Betty para agasajar a los que regresaban al pago por unos días, meses, o para siempre. La Betty, el César y varios más les devolvían a los retornados la pertenencia extraviada y la imperecedera tibieza de la amistad. Como si nunca se hubiesen ido).
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Uno de los últimos capítulos indica que esta historia no solo no ha terminado sino que se halla feroz disputa. Raboy aporta interrogantes e ironías que reclaman reparos, comentarios, discernimiento, discusión y reflexión. Quién sabe si el presente arduo sea el momento oportuno porque por ahora deben continuar los juicios a los genocidas y a sus cómplices civiles, como una testimoniante le recuerda más de una vez al autor a lo largo del texto.
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Este libro sobre Alicia Cora Raboy debería leerse en complemento con ¿Quién te creés que sos? en el que Ángela Urondo Raboy indaga ampliamente – desde distinta perspectiva – sobre sus padres y ella misma. Una traducción al castellano del trabajo de Marc Raboy sería deseable como tributo y – como dijo el César a los estudiantes – para añadir desde un punto de vista diferente la reconstrucción de una existencia breve pero de gran intensidad. No solo eso. También para sumar voces a un debate sobre temas que el autor encomia, como las bondades del liberalismo progresista norteamericano. Valdría la pena comparar este liberalismo con – por decir un nombre – lo nacional-popular que se practica con suerte diversa y distintos grados de fervor en unas cuantas naciones latinoamericanas.
* Palabras de Javier Urondo, enero de 2011 (tomado de ¿Quién te creés que sos? (pág. 50; Buenos Aires: Capital Intelectual, 2012)
HD
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